Si existe o no existe Dios, o algo parecido a ese Dios que nos representamos socialmente en nuestra cultura, es algo de lo que no tengo ni la más remota idea.
De lo que sí puedo hablar es de lo que vi y de lo que sentí mirando jugar al fútbol a Diego Armando Maradona.
Le seguí, principalmente, durante las tres copas mundiales de fútbol (México 1986, Italia 1990 y EE.UU. 1994). En esos años, yo enfrentaba mi niñez-adolescencia con una cita ineludible en la televisión: los partidos de la selección española de fútbol y los partidos de Argentina. Y confieso que, a pesar de que sentía más el ‘rojo’ de nuestra selección, en muchas ocasiones me ilusionaba más ver los partidos de la ‘selección albiceleste’. Porque ver jugar a Maradona era la posibilidad de contemplar algo único; algo que quizá jamás había sucedido; algo que, si lo veías ese día, quizá no volvieras a verlo nunca más.
Y pude ver cómo un pibe de Lanús, provincia de Buenos Aires, transformaba el deporte del balompié en un arte, en una expresión artística con los pies y un balón. Aún puedo verlo y recrearlo en mi memoria. Desde ayer, circulan por la red numerosos vídeos que harán que algunos descubran a Maradona, el futbolista. Quienes lo vivimos entonces como aficionados al fútbol nunca lo olvidaremos.

Entre todas las imágenes, quizá sobresalgan los dos goles que le hizo a Inglaterra en los cuartos de final de la copa mundial de fútbol en México. Ese 22 de junio de 1986, no sé si la mano de Dios tuvo algo que ver con lo que ocurrió allí; pero lo que sí dejó por siempre un recuerdo imborrable en mi memoria fue ‘el pie de D10S’. Esa zurda mágica con la que avanzó, y avanzó, y avanzó, acariciando el balón con toques sutiles, dejando atrás uno tras otro a todos los rivales que le salían al paso, sorteando a su vez con una coordinación motora nunca antes vista la notable irregularidad del césped, para marcar un gol que fue considerado ‘el gol del siglo’, y que era mucho más que un gol. Era el alfa y la omega de todo un país. Ese 22 de junio de 1986, un país entero fue emocionado, resarcido, feliz. Y otros cientos de miles, millones de seguidores a lo largo de todo el planeta, fuimos felices también.
“Yo traté de ser feliz haciéndoles felices a ustedes.” (D. A. Maradona)
Ahora he vuelto a ver las imágenes de ese niño que desafiaba las leyes de la física “peloteando” con un balón pesado y tosco, que en sus pies parecía una pompa de jabón. Ahora he vuelto a ver también ese calentamiento -algunos años después, en 1989- en un partido del Nápoles, antes de enfrentarse al Bayern en el Estadio Olímpico de Munich, con sus botas desatadas, tocando una y otra vez el balón, con la cabeza, los hombros, los muslos, los pies… al ritmo de la canción Life is life (Opus). Feliz con su pelota, como el niño que nunca dejó de ser. Y ahora he vuelto a ver cómo “retiró del campo” esa pelota improvisada de “papel plata” en Sevilla y el clamor de la grada ante tanta habilidad y belleza.
Y también he vuelto a ver el lanzamiento de falta del ‘gol imposible’, en el Nápoles, contra la Juventus de Turín. Con ese gol le dijo al mundo, en un toque inaudito de rosca: ‘imposible es tan sólo un desafío’.
No por casualidad Maradona jugó en el Nápoles. Seguramente, hubiera podido jugar en uno de los grandes equipos italianos del norte; pero él prefirió el sur. Siempre prefirió el sur por lo que significó. Llevó al Nápoles a ganar el scudetto (la liga nacional italiana) en dos ocasiones. Algo que ningún equipo del sur de Italia había conseguido hasta entonces. Y también llevó al Nápoles a ganar su único título internacional: la Copa de la UEFA en 1989. Así, ganando con un equipo “humilde”, “pequeño”, engrandeció su leyenda.
El día de su muerte los seguidores del Nápoles volvieron a cantar: “Ho visto Maradona. Ho visto Maradona…”.
El pibe se hizo ídolo del fútbol y “salió campeón”. Y el ídolo se hizo icono social. Y el icono, Dios. Y ese Dios de carne y hueso no dejó de recordarnos que era humano, demasiado humano; a pesar de los esfuerzos de los más entusiastas por elevarlo a una categoría suprahumana, divina. El 25 de noviembre del 2020 no ha hecho sino demostrarnos que el Dios Maradona era hombre. Nada más que eso. Nada menos.
Maradona fue tan ‘humano’, tan profundamente ‘humano’, que quién puede juzgarle. Ni excusarle ni exculparle. Yo no haré nada de esto. Los errores y los delitos que cometió bien los pagó y tuvieron cumplida condena. El Dios fue hombre. Con su grandeza y con sus miserias.
Maradona no pretendió ser ejemplo ni modelo para nadie; sin embargo, ha sido uno de los líderes más carismáticos del deporte, que nos demostró la capacidad del fútbol -en este caso- para trasformar los modos de sentir, de pensar y de comportarse de millones de personas en el mundo. Los estadios que llenó de estallidos de júbilo, como La Bombonera o San Paolo, eran su casa. Sus millones de seguidores: su familia. Maradona fue el jugador de todos. Y de nadie.
La vida deportiva y personal de Maradona fue una hipérbole que nos mostró grandes lecciones sobre la psicología del deportista y del hombre. Nos mostró nuevos horizontes del rendimiento deportivo en el fútbol y también los límites humanos de una vida sin frenos. No creo que seamos capaces de vislumbrar la “vida interior” de la persona detrás del futbolista. La “presión” deportiva que vivió, las ‘hinchadas’ y el país que asumió llevar en sus hombros; así como la entereza con la que respondió dentro del campo a tan colosal misión. En el ámbito deportivo, Maradona vivió lo que, posiblemente, ningún otro deportista haya vivido sobre la faz de la Tierra. Fuimos sus millones de seguidores quienes le elevamos a la categoría superlativa de Dios. Y sus millones de seguidores fuimos también responsables de su caída.
“Maradona fue víctima del mito que todos ayudamos o contribuimos a crear.” (Jorge Valdano)
Es oportuno decir aquí y ahora que Maradona vivió la máxima expresión de lo que muchos deportistas viven: la presión por ganar y el precio que hay que pagar por ganar. En Maradona fueron gigantescos; siempre todo fue gigantesco, porque él no jugaba por ese niño de Lanús, por ‘el Diego’, ni siquiera por un equipo o por una nación: él siempre jugó para algo mucho más grande que él mismo.
Maradona representó como nadie la alquimia de transformar ‘lo más arraigado en lo popular y lo común’ en algo extraordinario. Fue un ídolo del ‘pueblo’ y para el ‘pueblo’.
En el ámbito personal, posiblemente, Maradona se falló, por encima de todo, a sí mismo.
Posiblemente, como sociedad, todos le fallamos a él.
Puede que lo único que él buscara fuera tan sólo jugar, reír y disfrutar. Y en esto, tan sólo la pelota no le falló nunca.
Mucho se ha hablado y se ha escrito sobre “la mano de Dios”. Pero yo me quedo con lo que, en Maradona, me produjo siempre más asombro: ‘el pie de Dios’… el pie izquierdo de Dios.
Ayer vi que, en una entrevista, Maradona se dijo a sí mismo que, en su lápida, escribiría:
“Gracias a la pelota”.
Yo hoy escribo aquí:
Gracias, Diego Armando Maradona.